20 de febrero de 2015




Estaba tan cerca de mi que pensé que le dejaría marca, que mis manos candentes marcarían esa piel pálida que cubre cada curva y rincón de su cuerpo. Temí que se asustara y saliera corriendo, pero nada más lejos de la realidad.
Empezaba a hacerse habitual el contacto físico entre nosotras cuando estábamos solas. 
Sus piernas buscaban enredarse en las mías, yo enterraba la nariz en su jersey de rayas, mi mano rozaba su piel haciendo círculos y las suyas surcaban mis rizos y mi nuca. Ese movimiento mutuo y constante más de una vez nos dejó dormidas.
Cuando se cansaba de hacerme de almohada, su nariz acariciaba mi cuello, sus labios rozaban mi mandíbula, se incorporaba y me pedía cambio. Entonces me tocaba a mi ser la almohada.
Era una necesidad insana por mi parte de fundirme con ella. Cada vez que la veo necesito fundirme con ella, con su sonrisa, con esas dos curvas finas como una mina de lápiz y ligeras como una pluma. Hasta que me duela. O queme. Y duele. Y quema. Como quema.

Lo primero que me dijiste con el roce fue un débil y febril mentirosa; pero no me arrepiento, y nunca me arrepentiré de haber dicho la mentira más grande que nunca dije y diré, porque solo era capaz de decírtela a ti, y es que cuando nos morimos solo nos arrepentimos de aquello que no hicimos, ¿y sabes?
No quiero arrepentirme de haberme perdido un solo suspiro.